Entrevista a Karl Gustav Schmidt, aviador alemán derribado sobre Bilbao.
CNT del Norte, 7 de enero de 1937

Entrevista en CNT del Norte del 7-1-1937
Entrevista publicada en el periódico anarquista CNT del Norte.
7 de enero de 1937, página 4

El 4 de enero de 1937, sobre las tres de la tarde, se produjo un bombardeo sobre Bilbao por parte de la aviación alemana que combatía para la causa sublevada, desde noviembre de 1936 oficialmente llamada Legión Cóndor. Era el segundo intento de ese día; el primero, por la mañana, efectuado por cazas alemanes que operaban desde Vitoria-Gasteiz, fue desbaratado por la aviación republicana. Pero esa misma tarde volvieron, esta vez acompañados por nueve bombarderos trimotores Junkers Ju-52, para castigar nuevamente Bilbao y a su población civil (otras fuentes hablan de 5 Junkers Ju-52 alemanes, cuatro Fokker VII de la aviación sublevada, junto con la escolta de 13 cazas Heinkel He-51 también alemanes). De nuevo la aviación leal salió al encuentro de esta nueva incursión con los pocos aviones de que disponían. Como consecuencia, la formación sublevada quedó rápidamente deshecha y los bombarderos soltaron sus bombas desordenadamente para tratar de huir. Sin embargo, en el combate que se entabló, uno de los bombarderos cayó envuelto en llamas a cambio de uno de los cazas defensores que también fue derribado; la propaganda republicana habló de cuatro aviones enemigos derribados y, ni tan siquiera, admitió la pérdida del aparato propio, aún cuando su piloto murió en el accidente. Dos de los tripulantes del bombardero consiguieron saltar en paracaídas, fueron el sargento primero Adolf Herrmann, posiblemente artillero del avión, y su compañero el radiotelegrafista Karl Gustav Schmitd, de 21 años y natural de Rostock (Mecklemburg). Finalmente, el aparato se estrelló cerca de Alonsotegi; Adolf Hermann descendió en la zona de Jaro de Arana cayendo en manos de civiles, inmediatamente fue linchado y muerto; Schmitd, sin embargo, fue arrastrado por el viento hasta Enekuri, donde rápidamente fue detenido y conducido a lugar seguro en los locales de Presidencia del Gobierno Vasco.
Esa misma tarde, una multitud enfurecida por tantos bombardeos impunes sobre la población civil, asaltó las cárceles de Bilbao produciendo una terrible matanza entre los prisioneros allí retenidos.
Se muestra aquí un documento único, pues se trata de una entrevista a Karl Gustav Schmitd en su prisión. Esta entrevista está realizada por Cecilia G. de Guilarte, reportera del periódico anarquista CNT del Norte, y publicada en dicho periódico el 7 de enero de 1937.

Dani García

Mostramos a continuación una transcripción del texto de la entrevista:

Reportajes de C. N. T.

Nuestra reporter conversa con el aviador Schmidt Karl, que pilotaba uno de los aparatos incendiados por nuestros «cazas»

Yo creo que en España, todos o casi todos los periodistas, padecen del hígado. O de cualquier otra cosa. Y es natural. Ser en España periodista, tiene la misma importancia que vender garbanzos. Yo confieso que he sentido deseos de llorar, allá en mi juventud, al ver reflejadas en la pantalla las emocionantes aventuras de los periodistas americanos. Hasta deseé para España unos cuantos “gangster” que restasen monotonía a nuestra labor de escribidores, en un país donde siempre “reinaba la tranquilidad”. Luego nada, me amoldé y aparte del gran número de equilibrios a que el sueldo nos obliga, mi vida ha sido de una monotonía aplastante.
Pero hete aquí, que esta monotonía se trunca de repente. Después del combate aéreo del lunes tan maravilloso de resultados, mi ánimo estaba predispuesto a cualquier heroicidad.
Ante los aparatos fascistas destrozados, ante los cadáveres carbonizados de los aviadores alemanes me he sentido más periodista que nunca. Y también más joven. Me parecía que el cotidiano “tranquilidad en toda la provincia” del gobernador y el “niño mordido por un perro” de toda la vida se rebelaban, cansados, sin duda, de ser las noticias salientes del día.
—Uno de los aviadores fascistas ha resultado ileso—se decía.
Y la noticia se agrandaba. Corría kilómetros y se repetía de una a otra punta de la provincia.
—Hay que buscarlo-me he dicho—. ¿Cómo?
No quiere el lector saberlo. Imagínese todos los trucos periodísticos, todas las ventanas escaladas que quiera, y aún resultará pálido ante la realidad.
Bilbao era una ola de pasión. Se pedía la muerte del que con tan traidoras intenciones llegó a Vizcaya. La pedían las madres que saben de dolor y de ternuras. La pedía el pueblo sintiendo la bofetada alemana en pleno rostro. Los miembros del Gobierno Vasco aún reconociendo la razón que al pueblo asistía en su justa demanda, necesitaban esa vida por los informes que se pudieran obtener. Angustia en los ministerios. Pasión en la calle. Titubeos. Un hombre de pronto. Sólo él sería capaz de llevarse al preso pasándolo por entre la multitud impaciente ya para evitar que la justicia del pueblo se cumpliese con demasiada premura.
Y Schmidt Karl Gustav, el aviador alemán cuya vida un pueblo entero reclama, atravesó Bilbao, lleno el rostro de asombro y temor, ante las gentes agitadas en oleadas de sentimientos vengadores.
Era preciso verle, hablarle. He querido borrar de mi memoria las peripecias que esto me costó. Nunca podré olvidar sin embargo, el escalofrío que recorría mi cuerpo, cada vez que en la noche brillaba un fusil como dando calor a un ¡alto! cortante e imperativo.. Hieráticos, como estatuas vivientes, los centinelas parecían la personificación del deber. Bien visto estaba que por este lado nada conseguiría. Fué preciso recurrir a medios menos legales y más peligrosos. No puedo revelar el procedimiento ya que pienso quedarme con la exclusiva.
Lo hablé. Schmidt es un alemán más. Creo que en Berlín comería salchichas y bebería cerveza, si como dicen, es costumbre de los súbditos de Hitler. Aquí bebió agua con buena gana. Rubio, entre caoba y platino. Mandíbula fuerte, cuadrada. Ojos azules, pequeños como los de un lechoncillo rosado. Camisa negra. No habla francés ni español. Algo de inglés. Así nos entendemos.
—¿Cómo estás en España?—le he preguntado.
—Yo soy nacional-socialista—me dice—. Como otros muchos en Alemania llevaba mucho tiempo sin trabajo. Un día, los dirigentes de las Juventudes Hitlerianas nos ofrecieron un contrato para trabajar en España. Trescientas pesetas mensuales además de la comida y la ropa. Hace ya tres meses que llegué a Sevilla en un barco con tres compañeros más. En el Cuartel General de Sevilla, se nos controlaba de acuerdo con nuestra profesión, enviándosenos a los distintos frentes.
—¿Eres piloto?
—No. Soy oficial telegrafista. Manejo también la ametralladora.
—¿Cuantos tripulabais el aparato?
—Seis. Tres alemanes, un polaco y dos españoles.
—¿Era la primera vez que volabas sobre Vizcaya?
—También vine el domingo.
—¿Qué hicistes en estos tres meses?
—He volado sobre Madrid, hasta que órdenes superiores me trajeron al frente del Norte.
—¿Qué opinas de la aviación leal?
—Son valientes—responde lacónico.
—¿Y ahora?—le pregunto.
Hace un gesto de indiferencia. Se ve que lucha por aparecer tranquilo, sin conseguirlo. Hay en sus ojos azules una sombra de tristeza, parecida a la que se observa en las gallinas próximas al sacrificio. Con la vista fija en el suelo, contesta:
—Ya se que no saldré de aquí. Al principio creí que esto terminaría en seguida… todos lo creímos así.
Hemos quedado silenciosos. Se oye fuera el paso rítmico del centinela. Sentado en su camastro, el alemán ha imprimido a sus piernas un movimiento de péndulo.
Yo pienso en sus veinte años pletóricos de vida y lo veo llenos los ojos de nubes sangrientas, como un demonio que cruzase el espacio arrojando su carga mortífera sobre niños y mujeres. Tiene las manos blancas y grandes. Un solitario hace guiños a la luz. Parecerá una tontería, pero sus manos me son antipáticas.
—¿Has sentido miedo?—le pregunto.
—No, pero creí que me matarían en seguida.
—Ha costado gran trabajo evitarlo. ¿Por qué disparaste la ametralladora?
Se encoge de hombros sin contestar. Levanta la cabeza hasta fijar la vista en el techo y de nuevo sus piernas colgantes pendulan con precisión.
Se nota fuera el relevo de la guardia. Es preciso terminar la entrevista. Fuertes pisadas resuenan en los pasillos. Confieso que tengo miedo de mi audacia.
Karl me mira un momento y luego me pregunta:
—¿Me matarán?—Parece haber indiferencia en la pregunta y sin embargo sobrecoge como si una ráfaga de tragedia cruzase la habitación.
—No lo sé. Pero quien deja su hogar y su patria por ir a sembrar la muerte y el dolor entre los que ni siquiera conoce, no pagaría con cien vidas tanta maldad.
No sé si me ha comprendido. En su mirada se refleja una estupidez absoluta.
Al salir me encuentro molesta. Quisiera hablar de la crueldad de la guerra, de la sangre vertida, de nuestro heroísmo etc.; pero seis meses largos de guerra han agotado el repertorio. Y para no decir nada nuevo, prefiero terminar.
Que cada cual haga el comentario que mejor le parezca. Yo ya hice el mío.


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