A pesar de los ruegos de madre. A pesar de sus lágrimas y de que se aferraba a padre con todas sus fuerzas no puede evitar que se lance a la calle. Le dice para convencerla que sus compañeros se están partiendo la cara con los fascistas y que ahí está su puesto, en la barricadas, aportando su granito de arena para la revolución.
Hemos pasado unos días angustiosos sin recibir noticias de él. Encerrados en casa de mi tía Marisa que parece haberse mudado junto a la radio. Mi madre parece ausente y es la prima Estrellina quien ha tomado las riendas de la casa y se hace cargo de los guajes. De la calle sólo nos llega el sonido de disparos y explosiones.
Hoy nos ha visitado al fin padre. Se presenta sucio y cansado. Un tosco vendaje igual de sucio en una de sus manos. Trae bajo el brazo algo de comida y chocolate para los más pequeños. Revolotean como pajarillos piando a su alrededor. Mientras los mayores hablan, la Estrellina se afana en la cocina para guisar las viandas que ha traído padre. Yo me acerco silencioso a la sala para oír las nuevas que nos trae padre. A través de la puerta entreabierta lo puedo ver despanzurrado en el butacón, jugueteando con una mano con un pistolón y con un vaso de vino en la otra. Desgrana a las dos mujeres las vicisitudes de los ataques al cuartel de Simancas donde se atrincheran los fascistas. La cantidad de compañeros fallecidos y la escasez de medios con los que cuentan. No obstante es optimista y cree que pronto van a poder darles su merecido. Después de comer y una buena siesta regresa a la lucha.
De las calles nos llegan gritos de júbilo. Ya no se oyen explosiones, si disparos, pero suenan diferentes a los de otros días. Salimos al balcón y vemos pasar un tropel de gente exultante. Se ríen, se abrazan, cantan,… Los puños crispados sobre sus cabezas sobre las que ondean algunas banderas rojas y negras de la CNT. ¡Simancas ha caído!.
No existe el descanso. Ahora toca dar una patada el trasero a los facciosos que todavía resisten en Oviedo. Padre ha llegado precipitadamente, no cabe en sí de gozo y parece que va a comerse el mundo. La visita es rápida. Aseo, ropa limpia… Engulle el plato de lentejas mientras trata de contarnos que se va a Oviedo. Madre vuelve a romper a llorar y yo, coitado de mi, le digo que quiero unirme a la lucha. “Todavía eres muy joven” me dice sonriendo. Creo que un atisbo de orgullo ha brillado en sus ojos.
La normalidad, si se le puede llamar así, regresa a Gijón. Las jornadas pasan envueltas en rumores sobre lo que sucede en Oviedo. De padre no sabemos absolutamente nada.
No sé que día es. No consigo recordarlo después de tantos años como han pasado, lo que si estoy seguro que nos enteramos a principios de septiembre. Nos enteramos a través de Quico, el hermano del novio de Estrellina. Estaba allí cuando padre fallece.
Avanzan, comienza Quico, en abigarrado grupo detrás de un blindado contra las posiciones enemigas. Sobre sus cabezas silban las balas. El blindado consigue hacer brecha en las alambradas y los milicianos se lanzan aullando sobre las trincheras defendidas por guardias civiles y soldados. No pueden frenar a las milicias y optan por abandonarlas. Nuestros bravos milicianos consideran poco botín el premio y nuevamente a la carrera atacan la segunda línea de defensa que los traidores han pergeñado. A Quico se le quiebra más, si cabe, la voz. Sabemos que ahora va a vomitar la mala noticia, aquello por lo que realmente viene a visitarnos.
Cuando tan sólo han recorrido unos pocos metros las ametralladoras comienzan a tabletear. A su alrededor caen compañeros mordidos por el plomo. Entre éstos, padre. Madre se desmaya y se forma en torno a ella un pequeño revuelo. Yo no puedo articular palabra.
Quico acaba el relato confirmando que después de cuantiosas bajas han tenido que rendirse a la evidencia y retirarse. No pudieron recuperar su cadáver ni tampoco el de docenas de compañeros.
Se marcha. Va a ser una guerra muy larga y jodida.
Sergio Balchada